sábado, 23 de enero de 2010

La herida de mi alma

Un escenario vacío frente a mí.
Un escenario de negro suelo y oscuras telas bordeándolo, absolutamente ausente de muebles, de decoración.
Y un foco de blanca luz cortando su pegajosa negrura, iluminando esa enjuta figura que esconde su cabeza entre sus brazos, apoyados en el respaldo de esa silla, dispuesta en sentido contrario, en la cual está sentada.
Con lentitud, baja los brazos, desvelando mi propia cara, seria, teñida a momentos por una ira interior que bulle sin remedio y tensa mi mandíbula. Porque soy yo quien está en esa silla, quien levanta la mirada, clavándola en ese teatro de público inexistente.
Abro la boca, dispuesta a decir algo, a hablar, a expresar lo que siento; pero las palabras vuelan antes de poder pronunciarlas, como palomas huidizas ante un perro furioso.
Por fin, tras tomar aire y retenerlo unos segundos, consigo reunir las suficientes para empezar.
- Un escenario vacío, sin nada encima. Ni esta silla ni yo existimos. Nada existe. Absolutamente nada -apenas susurro.
Me agarro el pecho, en un vano intento por agarrarme el alma, el mismo que tiene una larga herida que la recorre de lado a lado. La misma herida sangrante que he tenido toda mi vida y que marca ese jodido vacío que amarga mi existencia y no me deja vivir en paz.
- Estoy podrida por dentro -vuelvo a susurrar-, y no tiene solución.
Es fácil pensar que sí, es muy fácil decir esto o aquello. Pero ni se te ocurra decirme nada de lo que debería de hacer, ni se te ocurra opinar sobre lo que me pasa.
No tienes ni puta idea de lo que siento día a día, noche tras noche.
No tienes ni una jodida idea de lo que se siente en un maldito cuerpo incompleto, que sientes que no termina de ser el tuyo.
Lágrimas derramadas contra el suelo, demasiadas.
Llorar no sirve de nada, es una pérdida de tiempo, pero ya salen solas, sin permisos, sin miramientos.
No tengo opciones salvo la de seguir pudriéndome aún más, la de seguir hundiéndome a cada paso en este mar de infecta podredumbre que es mi existencia.
No tengo opciones.
No me gusta la que se me dió al nacer, ni la que se me ofrece.
¿Operarme?
- Un ángel asexuado con prótesis de pene inservible, así sería -susurro, hundiendo mi cara en mis manos.
No me dejarían operarme, no de la forma en que debería de ser.
Dos opciones, ambas erróneas para mí. Una dualidad que me margina sin miramientos y tachándome de loca.
Hombre o mujer, mujer u hombre. No hay más.
Pero no soy nada de eso.
Por eso no existo, porque mi opción no existe.
Por eso me pudro, porque mi equilibrio no existe.
Por eso miro ese filo metálico.
Y me descubro imaginándolo sobre la lengua.
Y lo imagino cruzando la piel de mi brazo, dejando un trazo rojo carmesí.
Por eso observo esa ventana abierta y pienso en lo fácil que sería dejarme caer al vacío, lo liberador que sería.
Sin herida abierta en el alma, sin podredumbre, sin esos pensamientos en mi cabeza que me recuerdan a cada momento que no estoy completa.
Te repito que no me digas lo que debería de hacer, ni opines sobre algo de lo que no sabes.
Y, si da la casualidad de que sí, de que sabes lo que ocurre, de que lo estás viviendo, entonces calla y reza porque la herida de nuestras almas se cierre. Reza a cualquier dios, a cualquier ser, existente o no, mortal o divino, para que este sufrimiento cese.
- Ansío ese día en que respire, con una sonrisa de oreja a oreja, y sienta que soy yo. Completa y únicamente yo -me oigo decir.
Y me levanto, sumergiéndome en la oscuridad del teatro, dejando a su suerte a esa silla bajo ese foco.
Un escenario vacío frente a mí.
Un escenario de negro suelo y oscuras telas bordeándolo, absolutamente carente de luz, con una silla en su centro, y un foco estrellado a su lado.

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